sábado, 16 de mayo de 2009

Tango

Mambo estaba durmiendo y yo me había despertado temprano porque me atacaba la impaciencia. A Emilia se le había hecho tarde, desde las ocho que andaba paseando por toda la casa hasta que se decidió. El café con leche se le hirvió por quedarse cincuenta minutos demás en el baño, cincuenta minutos que para mí eran sagrados, cincuenta minutos que le dedicó pura y exclusivamente al arreglo de su cuerpo. Se peinaba delicadamente, hacía retoques ultrasuaves debajo de sus ojos y pintaba su boca de una manera exquisita, como cuando se corta un rulo de manteca. Yo la veía desde mi lugarcito en el rincón del living. Había dejado la puerta entreabierta y mientras Emilia apoyaba una pierna en el banquito aterciopelado de la esquina sedosamente pronunciaba un nombre, un tal Carlos. Lustraba sus piernas con una crema que le había traído su hermano en un viaje trillado a Puerto Rico para ver Marita. Se trataba de un mejunje de corales blancuzco y espeso como una sopa y ella se lo pasaba sin preocupación alguna. Sus piernas lo recibían contentas, agraciadas por el simple acto de ser encremadas y las manos deseaban no terminar jamás con su tarea.

Yo no sabía qué hacer, si empezar un escándalo, rezongar o tratar de conciliar el sueño, me recosté entonces al lado de Mambo pero un olorcito sápido me llamó la atención. Escuché a Emilia salir del baño, casi me pisa cuando se fue a la pieza. Se vistió de un giro, y disparó a la cocina.

Mambo se despertó gruñendo como de costumbre, y rascándose la oreja con la pata sucia me frunció el ceño. ¿Por qué no nos habíamos ido aún? Eso me quiso decir con su mal humor vespertino y ¿por qué no lo había despertado?, era otra de sus quejas mudas.
Emilia no hizo otra cosa más que renegar por el café con leche hervido y desparramado en el piso, y por mí, que no me aguanté probarlo. Cuando me vió lamiendo los restos se acomodó la gorra hacia adelante y me reprendió con su mirada ardiente.¿Qué más podía hacer para olvidarme del tiempo? Tendríamos que haber estado en la plaza hacía ya mas de una hora y ella, cambiando su imagen de payaso a persona decente. Me echó de la cocina apuntándome con el aerosol (que me da miedo) y sermoneando algunas palabras que no llegué a escuchar, todavía le faltaba ponerse el saco. Mambo estiraba sus patas velludas a lo largo del living y bostezaba contento por el retraso de Emilia, se había despertado ofuscado y logró sobrellevarlo, pero mi caso era el contrario, me quedé esperando en la puerta.

Cuatro días atrás triangulaba el corralón de la plaza, corría contra el viento y el tiempo no existía. En una de mis interminables vueltas al perímetro la ví a Emilia sentada en su banco de la plaza predilecto, uno verde donde afloja sentimientos todos los días cuando me lleva a pasear. A veces se entusiasma leyendo novelas románticas que le trae su hermano de afuera, las compra en sus viajes cuando va a ver a Marita. Otras veces se queda pensativa mirando el piso, acomoda sus mechas de pelo y cuando se cansa se coloca su gorra naranja; luego mira de un lado al otro para evitar el choque con la realidad.

Ese era un día de novelas y se presentó como tal. Un muchacho rubio, a medio afeitar, se le acercó y contagió a Emilia de una alegría casi única. Hablaban y reían, hablaban, gesticulaban; él se paraba para actuar sus historias y ella mostraba sus dientes mientras lo afilaba con su mirada, hacía mucho que no se la veía así.

Corrí jadeando hacia ella cuando me gritó desde el banco. Él se acerco y acarició mi espalda como tendiendo la cama de un príncipe y adiviné sus intenciones en pleno acto.
Lo que no adiviné fue que me iba a enamorar de su mascota, Yaina, una Haski esbelta y majestuosa de espíritu jovial, apareció realizando movimientos de cadera al ritmo de un compás suave que solamente nosotros captamos y el aire se endureció. El muchacho, el banco y la plaza de pronto se achicaron. Emilia se agachó a saludar a Yaina y luego fue mi turno, pero un tirón de correa prohibió mi ademán, casi me ahogo y nos fuimos bastante rápido porque Emilia pensó que me había pasado algo serio.

De vuelta a casa Emilia lucía encantada, llena de algo que le había dejado ese muchacho. Yo miraba hacia atrás, donde el corralón se alzaba como un gigantesco escenario, la estrella principal todavía corría entre los perros de la plaza y aullaba por mi agitada retirada.

En una de sus bajadas a tierra Emilia se confesó:

-¿Sabés una cosa Tango? ¡El sábado tenemos que volver a la plaza! -y añadió ansiosa – ¡A la misma hora, no te olvides, a la misma hora!

Ese sábado era hoy y me extrañaba que Emilia estuviera tan inquieta e irresponsable. Quizás los nervios, quizás la barba cautivadora, los gestos asimétricos ¿Por qué se tardaba tanto? De la cocina al dormitorio nuevamente. Tropezó con Mambo que recién se adentraba en el mundo de los sueños. Murmuraba palabras sucias mientras se cambiaba los zapatos, no le gustaban los que le había traído Juanjo de regalo en uno de sus viajes. Volvió al baño y descubrió un tajo del tamaño de un alfiler; yo, mientras tanto, menguaba el momento afilando mis uñas contra la puerta.

-¿Justo ahora? -eso mismo pensé yo. -¡Justo que me tengo que ver con Carlos!

Se remendó el brazo y de pronto se dejó caer.¡Tum! sus rodillas contra el suelo. Se agarró la cabeza y desechó su gorra. Mambo no quería intervenir y se quedó donde estaba, sin embargo yo acudí rápidamente a su rescate. La vi lloriqueando, entregada y sin voluntad de pararse, parecía rendida.

-¿Qué pasa, Tango? … No puedo ir.

Brinqué, ladré, lamí, giré, busqué mi cola por unos minutos dando vueltas y vueltas hasta que me mareé. Volví a ladrar.

-Está bien, Tango, ¿hoy no fuiste al baño, no? -me alineó con su mirada suave y transparente, envuelta en vigor se levantó y acomodó su pelo una vez más.

-¿Vamos? -sonrió.

lunes, 4 de mayo de 2009

Vivencias de un cactus

Resulta difícil de contar por estos medios pero lo voy a hacer ya que fue una linda experiencia, quizás no la mejor pero sí una de muy pocas.

Me conseguí un trabajo en la ciudad, algo monótono y de lo que se puede decir que está de moda. Me trasladé con urgencia cuando recibí el llamado tan esperado. Viajé sentado en primera fila los mil seiscientos veinte kilómetros que hay de Salta a Bs.As. En Retiro me esperaba un taxi que me llevó directamente a las oficinas. Allí me hablaron de gentileza y amabilidad y yo les dije que eso tal vez sea un inconveniente, pero me tomaron a prueba.

Resultó que mi perfil daba con lo deseado, mi personalidad eléctrica atraía a las personas, mi figura salpicaba gracia y el sombrero elegante que vestía le daba un cierre perfecto a la entrevista, me contrataron.

Empecé un lunes por el mañana plantado en la esquina de Sáenz y Lynch. Al cabo de diez minutos tenía un grupo de personas reunidas preguntándose qué hacía un cactus parlante con un sombrero marrón en esta ciudad. Yo gritando"Empanadas del norte" y ellos, escapando del contacto verbal.

Al cabo de una semana solo podía decir que primeras jornadas eran agobiantes; me costaba llegar al público, el húmedo invierno de Bs.As. no era el lugar propicio para un cactus del altiplano como yo. Pinchar a las personas cuando entregaba los panfletos se tornó un vicio desagradable, y en mi opinión no se debía a mi forma de vender sino que me faltaba algo más.
Un día camino a la oficina pasé por una casa de ropa antigua y me enamoré de un sobretodo marrón clarito, que afortunadamente hacía juego con mi sombrero. Entré por él y además me terminé llevando unos guantes negros de cuero.

Llegaron entonces los tiempos dorados, y me atrevo a decir que la gente sonreía cuando me veía, los panfletos se repartían solos, sin quejas, las agujas ya no pinchaban y el problema del frío estaba resuelto. Con el correr del tiempo logré ser el personaje del barrio, con propagandas y anuncios televisivos. A mi jefe se le ocurrió establecer un horario para tomarme fotos, gente de las afueras llegaban a Pompeya preguntando exclusivamente por mis actuaciones y lo que empezó con un simple reparto de papeles se convirtió en un aclamado show callejero. Entre otras cosas, le saqué el puesto a la gallina Robertita que regalaba huevos dos esquinas más arriba...
Pero lo bueno no dura demasiado. Una mañana olvidé el atuendo y los guantes en casa, ese día me rehusé a trabajar pero el jefe me convenció con la triste idea de que la ausencia de una estrella no sería bien recibida por mis fanáticos. Me presenté en la esquina como todos los días.
No sé si fue la emoción o el afán de abrazar su figura predilecta, pero aquella nenita se abalanzó al verme parado haciendo mis artilugios. No la ví llegar. Su madre me crucificó en plena calle. La pobre nena lastimada soltó un – cactus malo, buaa –,que me partió el alma, cuando se la llevaban en la ambulancia hacia el hospital.

Hubo quejas y revuelo, gente a favor y en contra que me sometían a pequeños juicios. Hubo otros que clamaban justicia y cortaron la calle. Alguien de por ahí terminó diciendo que como puede ser que un cactus ande suelto por el barrio sin protección, sin ropa; que algún día sucedería una tragedia. Y así fue, sucedió.

La policía se arrimó al lugar del accidente. Me embolsaron con un plástico transparente que uno de los vendedores ambulantes facilitó en el momento, y me subieron al patrullero. Desde la ventana del auto podía ver a la gallina Robertita que cabizbaja intercambiaba miradas vacías de nostalgia, la esposaron. Me enteré mas tarde, de que algunos de los huevos que regalaba Robertita estaban podridos, o en su defecto, con pollito adentro. Qué dolor, qué vergüenza.
Los días siguientes caían como baldazos de agua fría, insostenibles, cargados de dolor y sufridos a tal punto que llegaron a preocuparse por mi estado de ánimo. Era imposible dejar de pensar en la idea de haber lastimado a un ser humano tan pequeño…

Varias semanas pasaron y el barrio cambió, se habían olvidado de este cactus que una vez fue el orgullo de Pompeya. Me adherí entonces a los vicios, y largas noches de puro vino mendocino trataron de llenar lo que una vez fue y no pudo ser más.

Un día relajado en la puerta de una casa, un niño se digno a mirarme y me reconoció.

-¡Yo sé quién sos, Antonio el cactus parlante!
-Así es muchacho, ¿tenés una moneda? ¡O te pincho!-

El muchacho sonrió y se fue brincando de alegría, esa fue la última persona con la que hablé. Dormí en algunas plazas simulando ser una simple plantita silvestre parada al lado de los árboles, hasta que un día reaccioné.

Lo convencí a mi ex jefe de que me prestara un poco de dinero y me reservé un pasaje a Salta. Llegué deseando nunca haber salido de allí, pensando en la dulce tierra natal y en su gente que se habría enterado del escándalo por las noticias.

Entré por la puerta trasera de casa, era de noche y no quise despertar a nadie. Mi mujer estaba durmiendo. Mi hijo en su habitación como debía ser. Una luz resplandecía en su cuarto, me acerqué de a pasitos hacia su cama. Contemplé un cactus chiquitito, aferrado a la foto de su padre, que dormía feliz y contento, al final del día lo que importa es Él.

Reventar

La cara que ponía Frosty cuando le pinchaban el globo era desagradable para cualquiera. Le pasó con unos muñecos que llevaba guardado durante años en el placard, un día los quiso vender en el Parque Rivadavia y me acuerdo que dijo: -¡Ahora voy y los reviento en el parque!- Y Así fue, lo logró. Pero lo logró con impedimentos y barreras que la vida misma nos pone a prueba, todos los días.

Llegamos en subte, apurados porque ya era tarde. Los puestos estaban cerrando y como de costumbre nosotros siempre raspando el tiempo. Nos paramos en uno que tenía las revistas de Spiderman a la vista y las Dragon Ball casi a mitad de precio que los demás. De pronto pasó un chico y le pinchó el globo, así como así, de guapo. Frosty rechinó los dientes. A los segundos pasó otro chico y le pincho con un alfiler el segundo globo que traía sujetado en la mochila. Frosty comenzó a desesperarse y a preguntar que clase de organización haría estas cosas. Un último niño se acercó cauteloso, arrastrando los pantalones, casi se cae cuando se le trabó en una baldosa floja.

-Los muñecos, danos los muñecos o te pinchamos el globo-

Así fue que Frosty además de pinchar su último globo con los dientes reventó los muñecos en pleno pavimento; los piso y los pisó hasta cansarse.